8.9.05

TENIS : MEMORIA Esa final de dos pibes

Aquella vez también era setiembre, también era Nueva York y también eran ellos dos. Sólo que no los conocía nadie. David Nalbandian y Roger Federer sudaban talento en cada pelota y jugaban la final junior de 1998 del Abierto de los Estados Unidos en la cancha 7 de Flushing Meadows. No había excesivos testigos: unos pocos argentinos bien ruidosos, algún suizo que no se hacía notar y el enorme y azul estadio Arthur Ashe, que, todavía mudo, emergía como fondo y esperaba en ese domingo 13 la final de mayores entre los australianos Patrick Rafter y Mark Philippoussis. Nalbandian y Federer, de 16 y 17 años, hacían algo mayor: ya jugaban a lo grande. "Dale, dale, dale", decía desde una tribuna corta Guillermo Coria, otro chiquito argentino, que viajaba con Nalbandian por el mundo y estaba saliendo de un resfrío. A su lado, también pronunciaba el "dale, dale", Leonardo Lerda, entrenador de los juveniles argentinos, y "dale, dale" añadía la cordobesa Clarisa Fernández, otra piba que soñaba sueños de tenis y miraba cómo ese comprovinciano suyo cultivaba el cemento de Nueva York con un golpe de revés que no paraba de ser exacto. "Dale, dale" era la frase de cada argentino que alentaba a Nalbandian cuando los saques y los derechazos adultos del pibe Federer concedían alguna oportunidad. Concedió pocas el suizo, que ya era brillante. Y Nalbandian, asombroso Nalbandian, las aprovechó: ganó 6-3 y 7-5, en 70 minutos que respiró calmo hasta que estuvo 6-5 en el segundo parcial. Ahí le temblaron las piernas como contó un ratito después con gestos de casi niño. Se empecinó, las mantuvo firmes y terminó festejando con la palabra "vamos" tronándole en la boca. Uno, Nalbandian, fue hasta la sala de prensa y llamó a su casa en Unquillo para decir "gané", mientras el planeta repetía la longitud de su apellido. El otro, Federer, también se arrimó a un teléfono, cerca de la sala de jugadores y soltó, seguro, alguna frase joven. En Nueva York y en setiembre, ellos eran, al cabo, dos muchachos que acababan de jugar a un juego. Quizás ni sabían que, al mismo tiempo, empezaban a hacer historia.

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